16 Jun
16Jun

TEXTO ORIGINAL

El gran secreto de Cristóbal Colón

Una flama negra danza sobre el agua
negra torre, negro vuelo, negro alfil.
Vanessa Droz

El 11 de octubre de 1492, a las nueve de la noche, Cristóbal se encaramó al mástil principal de la Santa María, envolvió el brazo derecho en una soga gruesa para no perder el balance, y clavó la vista en el horizonte umbroso. Aunque no había luna llena, el recuerdo del tenaz sol de la tarde aún flotaba en el aire y le permitía ver las apacibles olas de la mar. Allí permaneció cuarenta y cinco minutos, sin apenas mover la cabeza ni cerrar los ojos. Algunos tripulantes levantaban la vista recelosa de vez en cuando, pero no estaban seguros de si meditaba, oraba o examinaba una y otra vez, como era su costumbre, el mismo punto del horizonte inacabable. 

A las diez menos cuarto Cristóbal se secó el sudor de la frente y bajó a cubierta. Su rostro no reflejaba frustración, ira ni cansancio: sólo mucha sorpresa y un poco de inquietud. Colocó la mano distraída sobre el hombro del marinero suspicaz que se disponía a subir al palo en su lugar, pero no dijo palabra. Regresó al castillo de popa, encendió con dificultad una de las pocas velas que le quedaban, desenrolló sobre el escritorio un pequeño mapa antiguo y se dedicó a estudiarlo. 

A los pocos minutos, exactamente a las diez de la noche, Cristóbal Colón se frotó los ojos cansados. Reposó el mentón en la palma de la mano y miró por la ventana. Creyó ver a lo lejos, en medio de la noche oscura, una lumbre que subía y bajaba como si alguien hiciera señas con una antorcha. El rostro se le calentó de golpe. Llamó al repostero de estrados Pedro Gutiérrez, lo sentó junto a sí y le preguntó si veía la lumbre. Gutiérrez se acercó a la ventana, sacó el cuerpo hasta la cintura y respondió que sí, que la veía. Cristóbal Colón entonces llamó a Rodrigo Sánchez de Segovia y le preguntó si veía la lumbre, pero éste dijo que no. Poco después la luz desapareció y nadie más pudo verla. 

A las dos de la mañana, sin haber dormido un segundo, el capitán Colón todavía examinaba el mapa con una lupa. Las manchas de sudor de sus axilas, que no se habían secado en los últimos cuatro días, le bajaban por los costados de la camisa y le subían hasta la mitad de las mangas. El Capitán colocó el dedo sobre el mapa y lo movió a la izquierda lentamente; lo detuvo en medio de la mar, en algún punto a todas luces imaginario. Comenzaba a bajarlo hacia el suroeste cuando estalló, de pronto, el grito casi histérico de Rodrigo de Triana, vigía de la Pinta: “¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierra!”

[...]

Luis López, N. (2007, 29 aprile). El gran secreto de Cristóbal Colón. Ciudad Seva - El Heraldo.



TRADUCCIÓN

Il grande segreto di Cristoforo Colombo

Una fiamma nera danza sull’acqua
Nera torre, nero volo, nero alfiere.
                                    Vanessa Droz 

L’11 ottobre 1492, alle nove di sera, Colombo si arrampicò sull’albero maestro della Santa María, avvolse il braccio destro attorno a una corda spessa per non perdere l’equilibrio e si mise a fissare l’orizzonte ombroso. Nonostante non ci fosse la luna piena, il ricordo del tenace sole pomeridiano fluttuava ancora nell’aria e gli permetteva di vedere le placide onde del mare. Lì rimase quarantacinque minuti, quasi senza muovere la testa né chiudere gli occhi. Di tanto in tanto alcuni membri dell’equipaggio alzavano lo sguardo sospettoso, ma non erano sicuri che stesse meditando, pregando o esaminando ancora e ancora, com’era solito fare, lo stesso punto dell’orizzonte irraggiungibile. 

Alle dieci meno un quarto Colombo si asciugò il sudore dalla fronte e scese sottocoperta. Il suo viso non rifletteva frustrazione, ira o stanchezza: solo molta sorpresa e un po’ di inquietudine. Appoggiò la mano distratta sulla spalla del marinaio diffidente che si preparava a salire sull’albero al suo posto, ma senza proferire parola. Tornò al castello di poppa, accese con difficoltà una delle poche candele che gli rimanevano, srotolò sullo scrittoio una piccola mappa antica e si mise a studiarla. 

Pochi minuti dopo, esattamente alle dieci di sera, Cristoforo Colombo si strofinò gli occhi stanchi. Riposò il mento sul palmo della mano e guardò fuori dalla finestra. Pensava di aver visto in lontananza, nel mezzo della notte buia, un lume che saliva e scendeva come se qualcuno facesse segnali con una fiaccola. Di colpo avvampò in viso. Chiamò Pedro Gutiérrez, credenziere del Re, lo mise a sedere accanto a lui e gli chiese se vedeva il lume. Gutiérrez si avvicinò alla finestra, sporse il corpo fuori fino alla vita e rispose che sì, la vedeva. Cristoforo Colombo chiamò allora Rodrigo Sánchez de Segovia e gli chiese se vedeva il lume, ma questo disse di no. Poco dopo la luce scomparve e nessun altro riuscì a vederla. 

Alle due del mattino, senza aver dormito nemmeno un secondo, il capitano Colombo stava ancora analizzando la mappa con una lente d’ingrandimento. Le macchie di sudore delle ascelle, che non si erano mai asciugate negli ultimi quattro giorni, gli scendevano ai lati della camicia e gli si estendevano fino a metà delle maniche. Il Capitano appoggiò il dito sulla mappa e lo mosse lentamente a sinistra; lo fermò nel mezzo del mare, in qualche punto palesemente immaginario. Iniziava ad abbassarlo verso sudest, quando all’improvviso esplose l’urlo quasi isterico di Rodrigo de Triana, vedetta della Pinta: “Terra! Terra! Terra!”.

[...]


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